Tercer artículo del amigo Luís González para nuestro Blog. Por mucho que lo intentes en Watches83 no nos cansaremos de leerte. ¡Gracias Luís!
ESCRITO POR
LUÍS GONZÁLEZ
En el imaginario cultural contemporáneo hay varias figuras masculinas que permanecen en el recuerdo por las decisiones que tomaron o los grandes actos que acometieron. Están el hombre que pudo reinar (Sean Connery), el hombre que sabía demasiado (James Stewart), el hombre que mató a Liberty Valance (John Wayne) o el hombre que vendió al mundo (David Bowie). Y luego estoy yo, el hombre que rechazó un Rolex Submariner red. Así, porque yo lo valgo.
Y a su vez, en el imaginario del coleccionista de relojes vintage, están los Rolex, los Submariner y luego los Submariner red (vale, también están los llamados bubbleback o los freccione, pero esos los dejamos para otro día, que si no me fastidian la narrativa del relato).
Un Rolex Submariner rojo es una referencia 1680, introducida en 1969, dieciséis años después del primer modelo Submariner. Entre sus particularidades técnicas, resulta destacable que fuera el primer Submariner que llevaba fechador y también la primera referencia del modelo que incorporaba la lente amplificadora en el cristal de plexiglás.
Pero lo que lo ha convertido, con el paso de los años, en un auténtico objeto de coleccionismo es que entre 1969 y 1973 el nombre del modelo (la palabra “Submariner”) iba en rojo en el dial. De ahí el apodo de “Red Submariner”. En ese último año, se recuperó el blanco habitual y de ahí que los modelos fabricados durante esos años, que además presentan algunas variaciones en el diseño de la esfera entre ellos, sean hoy objeto de ávida búsqueda e intentos de captura.
Una vez contextualizado el modelo, voy a explicar un cuento.
Yo crecí en los 80, en un colegio estándar de clase media en el que tanto convivías (y te hostiabas) con un jevi cuyo padre era ayudante de mecánico como con un pijo que se gastaba la semanada en complementos Lacoste. Eran esos tiempos, no transversales como los de ahora, sino más bien juntos pero no revueltos.
Y luego estábamos los normales, como yo (en serio, que sí). Los que abominábamos estéticamente tanto de los primeros por llevar el paquete de Ducados en el hombro, debajo de la media manga corta de la camiseta negra, como de los segundos, por tener como objetivo en la vida que les regalaran un Rolex al cumplir los 18 años.
Sí. Aunque no tenían el glamour de ahora, ni los precios, ni había listas de espera para entrar en las listas de espera, los Rolex ya eran un símbolo de ostentación y estatus social para la clase media emergente. Y lo eran porque se habían convertido en lo mismo para los padres de esos chicos (y las madres, a ver si no por qué os creéis que ahora sale a la venta tal cantidad de unidades de mujer de esos años, aunque ya no sean del gusto contemporáneo) .
Yo no supe ver que tenía el enemigo en casa. Mi despreocupación me impidió advertir que mi propio hermano era “de esos”.
Mi padre y mi abuelo eran aficionados a los relojes. No coleccionistas, aficionados. O sea que más o menos convivimos desde pequeños con cierto movimiento relojero doméstico, aunque no le dábamos mucha importancia. De hecho, yo tardé muchísimos años en convertirme en un verdadero aficionado y aún más en añadirle criterios de coleccionista a esa afición.
Entre mi abuelo y mi padre (que se quedó los de mi abuelo cuando murió) fueron acumulando una coleccioncita de cierto interés, construida a base de piezas que compraban cuando salían de turismo o en fechas señaladas, que pasaba mucho tiempo languideciendo en cajones y descuidada: un Longines Flagship de oro, un Zenith manual de los 50, un par de Omegas también de oro (uno manual y otro automático), un Spaceman diseñado por André Le Marquand, dos Zodiac… y un par de Rolex: un Oyster Perpetual date de 1970 (creo que era una referencia 1500, hace tiempo que no lo veo) y un Rolex Submariner de aproximadamente la misma época. Dos modelos clásicos de los que les gustaban a los pijos del colegio.
Particularmente, como persona poco ostentosa y muy consciente del mal gusto de presumir (eran otros tiempos, insisto, entonces verdaderamente eran objetos de distinción, no como ahora que se ha normalizado más su uso), a mí los Rolex me daban repelús. Yuyu. Mal rollo. Eran la demostración de ser un wannabee, un quiero y no puedo. O peor aún, de ser un fantasma. En mi torpeza juvenil no hacía diferencias entre la coronita de Rolex y el cocodrilo de Lacoste, el nudo marinero de Amarras, el triangulito de tela de Privata o los insoportables náuticos de Martinelli (sin calcetines y “bien” combinados con pantalón longitud pescador, por supuesto). Desgraciadamente, tampoco me interesaban especialmente los relojes en general.
Y en esto que pasa el tiempo y va mi padre y se muere.
Y claro, pasado el duelo y los farragosos trámites administrativos, llega aquel momento necesario (que no somos antiguos nobles egipcios, tampoco vamos a enterrarnos con ellas…) de repartirse sus posesiones materiales entre la familia.
Y entonces, todavía con los viejos prejuicios juveniles sin resolver, fue cuando le dije a mi hermano: “Bah, los Rolex esos de chuloputas quédatelos tú, que te pegan mucho más”.
Lo juro. Lo dije.
“Los Rolex quédatelos tú”.
Yo me quedé el resto de piezas, que me parecían más cool. Siempre modernito.
Y claro, mi hermano podía ser pseudo-pijo, pero idiota no.
Y sucedió que no mucho tiempo después, sin saber muy bien cómo (aunque la investigación sobre las piezas heredadas tuvo mucho que ver) me convertí en un fanático de los relojes vintage.
Y hoy día recuerdo con mucho cariño a mi padre cuando llevo su Zodiac Astrographic mystery dial y a mi abuelo cuando miro el Longines Flagship con índices de brillantes.
Y mi hermano, al que los relojes siguen sin interesarle más allá que como objeto de lujo o lucimiento, tiene lo que resultó ser (según averiguamos mucho más tarde y en el día del reparto no teníamos ni idea) una referencia Rolex 1680, Submariner red, de 1969.
No hay comida o evento familiar en que no trate de recordarle que en este concreto momento de su vida sería mucho más feliz si se desprendiera de sus bienes materiales y optara por una vida más esencial y menos consumista.
Sin éxito hasta el momento.
“Los Rolex, quédatelos tú”.
En mala hora me educaron con tan elevado sentido de la discreción.
Y aunque el dinero no dé la felicidad y no haya que confundir nunca el precio de un reloj con su valor, hoy ese modelo se está vendiendo a, según estado, alrededor de 20.000 euros.
Pero yo fui un hombre coherente con mis ideas.
Casi hubiera preferido ser el hombre que vendió al mundo.
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